viernes, 12 de mayo de 2017

"Angel": El juego de las omisiones

Ya es un lugar común que el cine mayoritario proveniente de Estados Unidos trata al espectador como tonto. Y muchas veces es cierto, pero hubo un tiempo en el que el cine comercial de este país en vez de ser condescendiente con el público, jugaba con él, con lo que sabía y lo que desconocía, con sus expectativas y su psicología. Este es el caso del cine de Ernst Lubitsch y, muy en especial, de Angel (1937), una de sus obras mayores y, sin duda, una película con el toque 100% Lubitsch. Aunque mejor habría que decir 100% Samson Raphaelson, en honor al guionista de muchos de los mejores films de la etapa estadounidense del director berlinés.

Comienza la trama. Un travelling en el lugar de los ojos de un anónimo cotilla nos muestra desde el otro lado de las ventanas cómo funciona todo en el palacete de la gran duquesa Dmitrievna. Un encuentro casual va a marcar, tal vez de por vida, a dos de los personajes de esta película triangular. A partir de ahí, una trama elegante y deliciosa no nos deja parar de pensar, de indagar, de fantasear, de hacer suposiciones, nos da pistas de por dónde van a ir los tiros, pero los momentos clave no se nos muestran.


La innombrada Angel (Marlene Dietrich) desaparece, se esfuma, pero no lo muestra la cámara, tampoco vemos a su amante, Tony (Melvyn Douglas), buscando a la fugitiva. En realidad no vemos nada. Solo se les oye, mientras vemos la mirada de la vieja vendedora de flores que sigue con la vista lo que está pasando fuera de campo.

Tampoco se nos muestra qué cara pone Tony cuando descubre en la foto sobre el piano de los señores Barker que su amante es en realidad la esposa de su gran amigo Lord Barker (Herbert Marshall). Este plano se nos omite.

A continuación también los cineastas usan una elipsis en otro de los momentos claves de la trama: la comida en la que por primera vez se junta el trío en discordia. Solo vemos la cara que pone el servicio y las deducciones (desacertadas, por supuesto) que estos hacen de lo que acontece a través del estado en que quedan sus platos.

Por último, tal vez el momento más genial de la película, el desenlace, en el que se juega toda una partida de ajedrez entre los tres personajes centrales. La mujer descuidada por su rico y ocupado marido debe decidirse entre sus dos galanes. Se nos plantea la disyuntiva sobre qué hacer: optar por una vida tranquila junto a su aburrido esposo o convertir en algo serio lo que nació como una apasionante aventura (y que, probablemente, por definición, se convierta también en un matrimonio aburrido como el que ahora vive). El marido acepta el juego de fingir que Angel existe y que no es ella (aunque lo sabe perfectamente) y se compromete a que, si ella decide quedarse con él, la cuidará un poco más. Claro está, en esta película del periodo del timorato código de censura Hays, la heroína se decanta por la opción decente. Nunca sabremos qué habría pasado si hubiera hecho el mismo film tan solo una década antes Lubitsch, el mago de la puesta en escena y de las omisiones.

Jesús de la Vega

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