viernes, 17 de junio de 2016

"La estrategia del caracol": ¿Es posible hacer una película anarquista siguiendo los cánones de Hollywood?

Sabido es que cineastas militantemente comunistas como Juan Antonio Bardem han defendido la dudosa teoría de que para hacer un cine comprometido hay que utilizar las armas del cine capitalista. El razonamiento es que así logran llegar a un mayor público y difundir mejor sus ideas, pues está claro que en el cine comercial, especialmente el de Hollywood, todo (desde la elección de los actores hasta la duración y tipología de los planos) está estudiado para llegar al mayor número de personas posibles y lograr así hacer el mayor dinero posible.


Si muchos no suscribimos esta teoría, aún más dudoso es pretender hacer una película anarquista, como es el caso de La estrategia del caracol (Sergio Cabrera, 1992), si es que es ese su objetivo, y parece que sí a la luz de las numerosas citas de consignas del comunismo libertario (“Todo por hacer”, “De cada uno según su capacidad”) y, sobre todo, por el hecho de que el propio padre del cineasta, español exiliado, encarna al personaje central de la obra, Jacinto, un anarquista de la Guerra Española cuyo personaje probablemente tenga mucho de autobiográfico.

¿Cómo se justifica entonces usar todas las técnicas del cine gringo si atendemos al principio de que la forma de una obra de arte ha de ajustarse a su fondo?

Por otro lado, ni siquiera como película comercial está lograda, puesto que en ningún momento adquiere ritmo. Todo lo contrario, resulta un tedioso ejercicio de estiramiento de una premisa tal vez válida para un corto, cuyo único recurso es alargar el desalojo de los habitantes de esta vivienda comunitaria gracias a los trucos de un abogaducho de tercera, mientras los inquilinos proceden a llevar todo aquello de valor a otro lugar.

Es incomprensible que esta película se haya convertido en la película más vista del cine colombiano, aparte del mayor éxito de su director, que parece que en cierto modo logró lo que pretendía con este panfleto voluntarioso pero fracasado.

Jesús de la Vega

sábado, 11 de junio de 2016

Crítica de "Agarrando pueblo"

Una panorámica de la pobreza, una pareja con dos niños efímeramente protagonistas y un personaje que huele a verdadero y que termina enrollado en un celuloide mentiroso.

Así se estructura Agarrando pueblo, el falso documental de Mayolo y Ospina, que allá por el 76 fue premiado en Francia, Alemania, Colombia y Bilbao. En junio de 2016 lo hemos visto en La Claqueta, nuestro cine-fórum preferido, que dirige Jesús de la Vega.

“Este matadero al que venimos a morir”, que diría Fernando Vallejo, es un lugar que se llama Cali y que desarropa a tanto pobre miserable. Eso sí, para miserables los reporteros que vampirizan y “venden” la pobreza. Ellos son los verdaderos denunciados, ellos son los que comercian con las imágenes de un pobre dócil que agita su bote cuando se lo mandan; que comercian con la sonrisa apenas esbozada de una niña que no podrá entender a esa ¿madre? que huye; con la agresividad de otro viejo que les planta cara; con un vendedor de filosofía que nos advierte de que una lengua parlanchina solo se purifica comiendo fuego y que subraya su temeridad frotándose contra cristales o volando entre cuchillos.


Y en la “gustosa panorámica” no puede faltar una loca sonriente, descalza y delgada y unos gamines diligentes que se bañan en aguas de dudosa limpieza y que, si se cortan, la plata para curarse se la dan en blanco y negro.

Pero no basta con panorámicas de “pornomiseria”. Ya se sabe que estos realizadores europeos de audiovisuales, estos vampiros de todo lo que sea vendible, pueden llegar muy lejos -y más con una rayita de coca-. Son sensibles para cambiar “alcohólicos” por “analfabetos” en su discurso y, como quieren concienciarnos de la pobreza colombiana, se esfuerzan y crean cine y se sirven de actores y localizan cutres exteriores y nos presentan a una pareja comprada, con sus niños y con su guion aprendido.

Todo está saliendo bien hasta que la película-documental gira bruscamente y parece que la verdad irrumpe en la pantalla con la imagen del zapatero digno, del verdadero habitante de un lugar que se parece a una casa y que nos es mostrado en plano general y en planos detalle, como el de la cacerola a la que solo le faltan moscas flotantes en su líquido blancuzco.

El zapatero parece poner en su sitio a los filmadores de la “cultura de la miseria” (así la llaman ellos), los billetes le sirven para menesteres higiénicos y el celuloide filmado le sirve para parodiar la obra de arte de los autores europeos. “¿Qué, agarrando pueblo?”. Él no dice “¿vampirizando miseria?”, porque su personaje perdería verosimilitud. También él es personaje.

El cine dentro del cine, la miseria dentro de Cali y dentro, muy dentro, de las cabezas de estos denunciadores denunciados (siempre volviendo a los Lumière y su regador regado) y la verdad y la mentira, el color y el blanco y negro, la autenticidad y el cinismo. Todo esto y mucho más en… La Claqueta, con su capacidad de sorprendernos de nuevo.

Carmen Mateos

viernes, 10 de junio de 2016

"Agarrando pueblo": Los vampiros de la pobreza

Agarrando pueblo es una película problemática, hasta el punto de que ha sido la única vez en la trayectoria de este humilde cronista en la que se ha visto impelido a dejar de ver una película por hacerle sentir mal, realmente mal, físicamente mal. En concreto, en la primera parte de la película: cuando los actores que fingen ser cineastas y trabajan para Alemania buscan retratar “¡más miseria!” por las calles de ciudades colombianas. Este crítico no soportaba ver con qué desprecio y frialdad trataban a sus modelos.

Hay que reseñar que este cortometraje, de poco menos de media hora, da un giro hacia la mitad, pues a partir de un momento los supuestos cineastas ya no buscan modelos reales sino que deciden contratar unos actores, colocarlos en una localización y hacerles recitar un texto previamente escrito, para conseguir un clímax cinematográfico que les permita llegar a las conclusiones que de antemano tienen preparadas. A partir de aquí, los verdaderos realizadores de la película hacen una pequeña trampa, porque al final vemos que en realidad están en realidad conchabados con uno de los actores (¿en realidad solo con este?). Es patente que en toda la primera parte de la película están haciendo aquello que denuncian: ser vampiros de la pobreza (como la versión inglesa del título indica), agarrar pueblo, reírse de sus modelos y retratarlos antiempáticamente.

La segunda vez que este cronista ve la cinta no solo no se ha ido de la sala, sino que se ha reído muchísimo, por cosas que dicen los supuestos cineastas, como cuando el director le pide al cámara que grabe “lo que Lewis llama la cultura de la miseria”.


Es interesante que en la película vemos cómo probablemente se deben rodar los supuestos reportajes de denuncia: cómo pagan a sus modelos, les dicen lo que tienen que decir y les cambian las ropas.

Otra faceta a destacar del film es cómo utilizan los formatos: hay dos realidades fílmicas, la de la película en 16 milímetros en blanco y negro, filmada con trípode, que es la supuesta realidad objetiva, mientras que lo filmado también en 16 milímetros pero en color y cámara en mano es la realidad captada por los supuestos cineastas o, mejor dicho, la ficción dentro de la ficción. Para enrevesar más las cosas, mientras vemos el rodaje de lo que va a ser el colofón del supuesto documental (por supuesto, en blanco y negro), vemos imágenes ya montadas. ¿De dónde sale eso? ¿En cuál de las dos realidades fílmicas estamos? ¿O acaso estamos en una tercera?

En cualquier caso, es interesante que una película por una vez se plantee la óptica con la que el primer mundo (recordemos que los documentalistas pretenden vender su material en Alemania) ve América Latina y todo el tercer mundo. Es decir, que pagan por que les den lo que ellos pretenden ver y la denuncia realmente no es tal, ya que los espectadores desean encontrarse con esa jerga técnico-económico-caritativa tan apreciada hoy en día en los medios de comunicación, esa jerga que cura conciencias. Tantas veces hemos visto esto en la televisión y no nos enoja que lo hagan, pero sí ver Agarrando pueblo, una ficción de lo que probablemente estén haciendo todos los días en los medios corporativos, convencionales.

Agarrando pueblo muestra la forma de pensar de dos cineastas, Luis Ospina y Carlos Mayolo, que se negaron en su día a la gramática cinematográfica impuesta desde los medios oficiales y luego repetida prácticamente por todo el mundo.

Jesús de la Vega