Cómo no, estamos hablando de la deliciosa Ninotchka (1939), una de las mejores películas del cineasta de origen alemán y la última de las dos que hizo con su discípulo Billy Wilder como guionista. El film resulta un derroche de sobreentendidos, malentendidos e insinuaciones, en el que el juego amoroso, el social y el político se superponen: la guerra de sexos se da a la vez que la guerra entre el bloque socialista y el capitalista.
La risa de Ninotchka (Greta Garbo) marca un antes y un después (de hecho, el eslogan de la película era: “Garbo ríe”). Hasta entonces, la rusa es una mujer fría y calculadora, capaz de matar a un soldado enemigo mientras le besa. Para ella el amor es tan solo una cuestión de química. Pero eso cambia en el mismo momento en se ríe al ver caer al conde Leon (Melvyn Douglas). A partir de entonces, el amor le hace ver todo de otro modo: lo que antes era un sombrero ridículo se convierte en un bonito accesorio y comete un gran error, hace algo que antes no se le pasaría por la cabeza: ponerse, aunque sea por una noche, las joyas de la gran duquesa. Este hecho desemboca en su acelerada huida sin despedirse. Al final, como siempre en este tipo de películas, el amor prevalece y Leon logra que la otrora bolchevique perfecta deserte y se pase al bando capitalista.
¿Cuál es la moraleja de la película, si la hay? Tal vez podría ser que el amor nos hace ver las cosas de otro modo: todo lo trastoca. Y es que el cine de Lubitsch,como el de Fritz Lang, nos plantea dilemas morales de un modo muy sutil. Dicho de otro modo, nos habla de los límites. Así, hay un momento de cambio para Leon, cuando retira de su escritorio la foto de su hasta entonces protectora, la gran duquesa Swana. En ese momento, un personaje un tanto ambiguo se redime por amor. Algo similar ocurre al final, cuando Ninotchka decide abandonar su amado país por amor.
Jesús de la Vega
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