miércoles, 27 de septiembre de 2017

"Ride the High Country": La muerte del viejo Oeste

La primera escena de una película siempre nos puede desvelar algo importante de lo que quiere el director. En este caso, un viejo vaquero entra en un pueblo y piensa que la gente se ha congregado para verle. Entonces, un policía le empuja diciéndole “aparte, abuelo”; la gente esperaba para ver una carrera de caballos contra un camello.

El viejo Oeste está muerto, algo diferente se abre camino, y así lo muestra un coche que pasa en esa misma escena levantando el polvo de la calle. Este oeste ya no es peligroso porque esté plagado de indios. Éste es el oeste donde lo peligroso es la condición humana de aquellos que se suponen civilizados. Incluso cuanto más se ajustan a las normas, más peligrosos pueden llegar a ser. La brutalidad de unos hermanos que ansían violar a la protagonista femenina puede ser defendida con la ley. Sólo queda la honradez de unos pocos hombres. La amistad y la lealtad por encima de todo, contra una sociedad que florece ya putrefacta.


Las grandes escenas de tiroteos y duelos, la música, las interpretaciones y la fotografía están a un nivel de una gran película que pasó a la historia del cine. La violencia y la belleza van unidas, y no se entenderían la una sin la otra. Hay cierta contención en algunos momentos, se evita que la violencia estalle de manera salvaje a mitad de la historia, en pro del clásico duelo final. También hay una historia de amor con un final feliz que deja satisfecho al espectador, evitando un drama sangriento tras tanta miseria humana. En ese equilibrio, la película encuentra su historia, su curso, y acaba desembocando en la muerte bajo la placidez de los bosques del viejo Oeste.

M.C.R.

"Ride the High Country": El camino del hombre

La dramaturgia de Ride the High Country (Sam Peckinpah, 1962) gira en torno a los tres personajes masculinos. H. Longtree (R. Starr) es un niño que en este viaje iniciático va a aprender en qué consiste la vida de un hombre adulto. G. Westrum (R. Scott) es el hombre ya adulto que se ha dejado tentar y se ha adentrado en el mal camino y lo ha hecho con todo el equipo: decide dar el golpe al dinero del banco y, lo que es mucho peor, traicionar a su amigo de cuando estaba del lado de la ley: S. Judd (J. McCrea). Lo primero se podría perdonar, lo segundo no y por eso este personaje ha de redimirse al final. En realidad, los dos viejos han de morir como metáfora del viejo Oeste en ocaso, en un mensaje similar al que más adelante mostrará en The Ballad of Cable Hogue (1970).

Judd es en cierto modo la figura paterna de Westrum y el abuelo de Longtree. Es el hombre que se ha negado a hacerse rico con malas artes en la tierra de las oportunidades y tiene que seguir trabajando porque nunca se ha dejado tentar por el lado oscuro. Siempre ha sabido lo que tenía que hacer y lo ha hecho, aunque a veces hubiera sido más fácil hacer lo contrario. Si es que existe una moraleja en esta película, esa es la que saca Longree como espectador de excepción de la acción entre los mayores, que el hombre puede dar un tropezón pero debe volver a su sendero: Westrum ha sido tentado pero al final vuelve al camino recto, es más, termina la obra que había empezado Judd. Ese es el mejor tributo que le podía haber dedicado. 


Peckinpah muetra en esta obra de juventud, una de las primeras que hizo para el cine tras su paso por la televisión, un gran dominio de las técnicas cinematográficas, como si se tratara de un cineasta experimentado. En este sentido, destaca la gran fotografía de Lucien Ballard con unas preciosas panorámicas de paisajes tomadas en el parque nacional Inyo, en California.

Jesús de la Vega

viernes, 22 de septiembre de 2017

Crítica de "Ride the High Country"

Magnífico western en el que no nos falta de nada, solo los indios y ni se les echa de menos.

El oro es el eje central de la película y acapara el protagonismo haciendo de hilo conductor, cosiendo historias que confluyen en un mismo punto: la mina. La trama se va tejiendo y destejiendo a gusto del director, que hace una presentación impecable de todos los personajes, que se alejan o acercan del vil metal a conveniencia de un guion bastante elaborado, a pesar de la perpetuación de estereotipos y herencias inherentes al género.

La amistad y la honradez, como contrapunto a la codicia que desvía a las ovejas de su destino, suben al podio de los vencedores prevaleciendo como valores eternos e imperturbables. La ley triunfa sobre los patanes que la desprecian; el amor aparece como la redención de pecaminosas acciones ocupando su lugar en la trama, salvando del mal camino al codicioso joven, aprendiz de vividor, trayéndole a la senda de la rectitud y el orden.


Al final, como en cualquier tragedia griega, el elegido por los dioses para llevar el oro a buen puerto paga con su vida la osadía de creer en un mundo justo donde los malos pierden siempre y los buenos alcanzan la gloria final, aunque en algunas ocasiones tengan que tomar atajos para llegar antes a la meta.

Cuidada fotografía, marco excelente del desarrollo de la trama, y primeros planos en los que muestra la decadencia de unos personajes más que caducos que sin embargo todavía guardan las viejas costumbres del lejano oeste, costumbres que prevalecen como la de poner precio a la vida humana que en ocasiones es menor de lo que vale un caballo o un rifle, el papel de la mujer como moneda de cambio, encasillándola en los únicos y posibles perfiles que permitía la sociedad de la época.

Marijo Rojo

"Breakfast at Tiffany's": Cómo joder una buena película

Partamos de la base de que una película funciona o no en términos exclusivamente cinematográficos, independientemente de que esté basada en una obra literaria. Este es el caso de Breakfast at Tiffany's (Desayuno con diamantes, Blake Edwards, 1961), que está inspirada en una novela corta de Truman Capote que leí hace tiempo, pero que recuerdo demasiado vagamente como para ponerme a compararla aquí con la versión fílmica. Pero además de las literarias, hay otro tipo de servidumbres en el cine, especialmente en el cine de Hollywood, que tienen que ver con la posición central que este arte tenía en la cultura norteamericana hace no tanto tiempo y en el miedo a escandalizar a la sociedad media, burguesa y biempensante de este país y de todo el mundo.

Es obvio que a este segundo tipo de servidumbres se debe el ñoño final de Breakfast..., que me imagino que daría más de un quebradero de cabeza al guionista de la cinta, George Axelrod, y al director cuando se plantearon hacerla. Lo cierto es que el final rompe la lógica interna de los personajes de la película, en concreto la de un personaje tan bien trazado hasta el momento como es el de Holly Golightly/Lula Mae, un ser encantador pero salvaje hasta el punto de no poder comprometerse con nada ni con nadie, de no desempaquetar sus cosasa pesar de llevar viviendo un año en su piso, de negarse a poner nombre a su gato y de ser capaz de abandonarlo bajo la lluvia o, mejor dicho, de permitir que sea libre. Es también hacia el final que el final que el personaje de George Peppard, por lo menos visto con los ojos actuales, nos empieza a resultar antipático. Tan solo porque salió un dían con Holly ya se cree que es suya o, dicho de otra forma, porque él se haya enamorado, ella tiene que renunciar a todos sus planes y dar paso a ese supuesto final feliz que queda totalmente postizo en un film que, de otro modo, sería prácticamente perfecto.


En esta película, Blake Edwards da muestras de ser un director notablemente apto para lo romántico e incluso para lo cómico, sobre todo en una magníficamente rodada secuencia de la fiesta que recuerda a las que siete años más tarde el mismo realizador utilizaría en The Party (El guateque). Lo único que en este sentido no funciona es el papel del vecino japonés encarnado por Mickey Rooney en una creación tan estereotipada y exagerada que resulta totalmente fuera de llugar en una película realista como la que nos ocupa.

Mención aparte hay que hacer del trabajo actoral de Audrey Hepburn, que está excelente en todo momento y especialmente encantadora en la escena en la que toca la guitarra en la escalera de incendios. Lo único que resulta poco verosímil es que esta esquelética Holly hubiera sido en el pasado la rechoncha y rolliza pueblerina de Arkansas Lula Mae. También hay que detenerse siquiera un poco para hablar de la excelente banda sonora de Henry Mancini, que colaborará con Edwards en prácticamente toda su carrera (¡con un total de 206 colaboraciones!) y cuya canción "Moon River" salió de los límites de la pantalla y de las salas de cine para convertirse en un clásico de la música de los 60 por derecho propio.

En resumen, una película deliciosa, sofisticada y casi perfecta, si ignoramos las servidumbre de un final made in Hollywood.