¿Pueden
los hombres aceptar el deseo femenino? Sobre esta premisa nace Tess
(1979), la adaptación de Roman Polanski de la novela del mismo
nombre de Thomas Hardy. Tess es una mujer pura (de hecho, ese es precisamente el
subtítulo de la novela) en un mundo de apariencias que ya no es
medieval pero que todavía no es moderno. En este mundo las convenciones
sociales son las del antiguo régimen pero ya existe la necesidad de
trabajar rodeado por máquinas (o bien prostituirse –casarse con
su pariente lejano-, la otra opción), en un prólogo del
siglo XX (y XXI). Tess es en todo momento fiel a sí misma, mientras
que los hombres de la historia no lo son ni a ella ni a sí mismos.
La novela en la que está basada no fue bien recibida en su momento por la crítica a la situación de la mujer en la Inglaterra victoriana. Curiosamente, algo parecido le puede pasar al espectador de hoy, al que en un primer visionado le puede resultar pesada, pero le deja un poso que obliga seguir pensando en ella durante mucho tiempo y se convierte en una de estas escasas películas que viajan con uno toda su vida y se convierten en parte de su bagaje personal.
La
fotografía de la película, de Ghislain Cloquet y Geoffrey Unsworth,
de casi tres horas de metraje, es todo un tour de force de bellos
paisajes. La música de Philippe Sarde, si bien un poco
hollywoodiense de más, enfatiza adecuadamente esta producción, un
poco grandilocuente pero de un mérito innegable, en la que el paisaje es un personaje más y las tareas del campo, las estaciones y las emociones de los restantes personajes están engarzadas de un modo maravilloso.
Jesús de la Vega
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