sábado, 11 de junio de 2016

Crítica de "Agarrando pueblo"

Una panorámica de la pobreza, una pareja con dos niños efímeramente protagonistas y un personaje que huele a verdadero y que termina enrollado en un celuloide mentiroso.

Así se estructura Agarrando pueblo, el falso documental de Mayolo y Ospina, que allá por el 76 fue premiado en Francia, Alemania, Colombia y Bilbao. En junio de 2016 lo hemos visto en La Claqueta, nuestro cine-fórum preferido, que dirige Jesús de la Vega.

“Este matadero al que venimos a morir”, que diría Fernando Vallejo, es un lugar que se llama Cali y que desarropa a tanto pobre miserable. Eso sí, para miserables los reporteros que vampirizan y “venden” la pobreza. Ellos son los verdaderos denunciados, ellos son los que comercian con las imágenes de un pobre dócil que agita su bote cuando se lo mandan; que comercian con la sonrisa apenas esbozada de una niña que no podrá entender a esa ¿madre? que huye; con la agresividad de otro viejo que les planta cara; con un vendedor de filosofía que nos advierte de que una lengua parlanchina solo se purifica comiendo fuego y que subraya su temeridad frotándose contra cristales o volando entre cuchillos.


Y en la “gustosa panorámica” no puede faltar una loca sonriente, descalza y delgada y unos gamines diligentes que se bañan en aguas de dudosa limpieza y que, si se cortan, la plata para curarse se la dan en blanco y negro.

Pero no basta con panorámicas de “pornomiseria”. Ya se sabe que estos realizadores europeos de audiovisuales, estos vampiros de todo lo que sea vendible, pueden llegar muy lejos -y más con una rayita de coca-. Son sensibles para cambiar “alcohólicos” por “analfabetos” en su discurso y, como quieren concienciarnos de la pobreza colombiana, se esfuerzan y crean cine y se sirven de actores y localizan cutres exteriores y nos presentan a una pareja comprada, con sus niños y con su guion aprendido.

Todo está saliendo bien hasta que la película-documental gira bruscamente y parece que la verdad irrumpe en la pantalla con la imagen del zapatero digno, del verdadero habitante de un lugar que se parece a una casa y que nos es mostrado en plano general y en planos detalle, como el de la cacerola a la que solo le faltan moscas flotantes en su líquido blancuzco.

El zapatero parece poner en su sitio a los filmadores de la “cultura de la miseria” (así la llaman ellos), los billetes le sirven para menesteres higiénicos y el celuloide filmado le sirve para parodiar la obra de arte de los autores europeos. “¿Qué, agarrando pueblo?”. Él no dice “¿vampirizando miseria?”, porque su personaje perdería verosimilitud. También él es personaje.

El cine dentro del cine, la miseria dentro de Cali y dentro, muy dentro, de las cabezas de estos denunciadores denunciados (siempre volviendo a los Lumière y su regador regado) y la verdad y la mentira, el color y el blanco y negro, la autenticidad y el cinismo. Todo esto y mucho más en… La Claqueta, con su capacidad de sorprendernos de nuevo.

Carmen Mateos

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