viernes, 22 de septiembre de 2017

"Breakfast at Tiffany's": Cómo joder una buena película

Partamos de la base de que una película funciona o no en términos exclusivamente cinematográficos, independientemente de que esté basada en una obra literaria. Este es el caso de Breakfast at Tiffany's (Desayuno con diamantes, Blake Edwards, 1961), que está inspirada en una novela corta de Truman Capote que leí hace tiempo, pero que recuerdo demasiado vagamente como para ponerme a compararla aquí con la versión fílmica. Pero además de las literarias, hay otro tipo de servidumbres en el cine, especialmente en el cine de Hollywood, que tienen que ver con la posición central que este arte tenía en la cultura norteamericana hace no tanto tiempo y en el miedo a escandalizar a la sociedad media, burguesa y biempensante de este país y de todo el mundo.

Es obvio que a este segundo tipo de servidumbres se debe el ñoño final de Breakfast..., que me imagino que daría más de un quebradero de cabeza al guionista de la cinta, George Axelrod, y al director cuando se plantearon hacerla. Lo cierto es que el final rompe la lógica interna de los personajes de la película, en concreto la de un personaje tan bien trazado hasta el momento como es el de Holly Golightly/Lula Mae, un ser encantador pero salvaje hasta el punto de no poder comprometerse con nada ni con nadie, de no desempaquetar sus cosasa pesar de llevar viviendo un año en su piso, de negarse a poner nombre a su gato y de ser capaz de abandonarlo bajo la lluvia o, mejor dicho, de permitir que sea libre. Es también hacia el final que el final que el personaje de George Peppard, por lo menos visto con los ojos actuales, nos empieza a resultar antipático. Tan solo porque salió un dían con Holly ya se cree que es suya o, dicho de otra forma, porque él se haya enamorado, ella tiene que renunciar a todos sus planes y dar paso a ese supuesto final feliz que queda totalmente postizo en un film que, de otro modo, sería prácticamente perfecto.


En esta película, Blake Edwards da muestras de ser un director notablemente apto para lo romántico e incluso para lo cómico, sobre todo en una magníficamente rodada secuencia de la fiesta que recuerda a las que siete años más tarde el mismo realizador utilizaría en The Party (El guateque). Lo único que en este sentido no funciona es el papel del vecino japonés encarnado por Mickey Rooney en una creación tan estereotipada y exagerada que resulta totalmente fuera de llugar en una película realista como la que nos ocupa.

Mención aparte hay que hacer del trabajo actoral de Audrey Hepburn, que está excelente en todo momento y especialmente encantadora en la escena en la que toca la guitarra en la escalera de incendios. Lo único que resulta poco verosímil es que esta esquelética Holly hubiera sido en el pasado la rechoncha y rolliza pueblerina de Arkansas Lula Mae. También hay que detenerse siquiera un poco para hablar de la excelente banda sonora de Henry Mancini, que colaborará con Edwards en prácticamente toda su carrera (¡con un total de 206 colaboraciones!) y cuya canción "Moon River" salió de los límites de la pantalla y de las salas de cine para convertirse en un clásico de la música de los 60 por derecho propio.

En resumen, una película deliciosa, sofisticada y casi perfecta, si ignoramos las servidumbre de un final made in Hollywood.

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