The Lady Vanishes (Alarma en el
expreso, 1938) es, sin duda, una de las mejores películas de Alfred
Hitchcock. No solo de su período británico, sino de toda su
abultada trayectoria. En ella se detectan muchas de las claves de su
cine y de las obsesiones personales del cineasta de
Leytonstone.
En uno de sus típicos tours de
force, el director se las arregla para lograr que un film que se
desarrolla casi íntegramente en un hotel cercano a una estación de
ferrocarril y en el propio tren, resulte trepidante. Hitch nos
mete en la trama poco a poco. Al principio nos presenta a todos los
personajes plantados en la estación y parece que los
protagonistas van a ser los dos británicos que al final resultan ser
tan solo los graciosos. Luego, parece que el protagonismo va a
recaer en la señorita Froy (May Whitty) y solo finalmente este pasa
a la pareja formada por Iris (Margaret Lockwood) y Gilbert (Michael
Redgrave).
¿Qué diferencia esta cinta de
cualquier otra del mismo autor? ¿A qué se debe su originalidad? La
respuesta a estas dos preguntas quizá no sea tanto mérito
del cineasta sino de la época tan única en la que fue rodada, es
decir, los momentos justo anteriores a la Segunda Guerra Mundial.
Una trama que podría parecer
detectivesca (sin más) se convierte en un alegato si no belicista,
al menos a favor de la defensa frente a agresiones externas. Se
respira en el guion, escrito por Sidney Gilliat y Frank Launder y
basado en un relato de Ethel Lina White, el ambiente prebélico,
lleno de paranoia, pues nadie está seguro de que el otro sea el que
parece. Todos los personajes pueden, potencialmente, ser espías (y,
de hecho, muchos de ellos resultan serlo). Así, una enfermera-monja
resulta ser una desertora que se ha pasado al bando enemigo y solo en
el último momento vuelve al bando británico. En la lógica interna
del film, el personaje ha cometido un error moral, pero al final
vuelve al redil. Al más puro estilo John Ford, habrá de pagar un
precio por su cambio de bando, aunque esta deserción haya sido
temporal: se redime con la muerte. También en esta línea y en un
toque muy realista, es al representante de la ciencia, el doctor
Hartz (Paul Lukas), al último de los pasajeros del tren que
protagonistas y espectadores dejamos de creer, pese a que al final el
público descubre que es el mayor espía enemigo.
Probablemente estemos hablando de la
primera cinta en la que Hitchcock emplea un tema que en posteriores
películas (Spellbound, Psycho, Vertigo, Marnie) le va a dar mucho juego: el
del psicoanálisis. Un falso médico quiere hacerle creer que ha
sufrido una alucinación y, aunque ella está segura de que no es
así, llega casi al punto de rendirse. Incluso el cineasta llega a
hacer una broma con el nombre del fundador del psicoanálisis, pues
la dama que desaparece se llama “Froy” y le dice a la
protagonista: “sin D”.
De nuevo, como en otras ocasiones,
observamos la genialidad del cineasta británico, que siempre
utilizaba material ajeno, proveniente de novelas u obras de teatro, y
siempre trabajaba con guionistas, pero lograba hacer que todas las
películas que firmó fueran 100% Hitchcock, en las que se encargaba
de poner su toque personal.
De nuevo, Hitch nos recuerda que
nada (ni nadie) es lo que parece.
Jesús de la Vega
No hay comentarios:
Publicar un comentario